lunes, 10 de enero de 2011

Staring at the Sun

I'm not the only one
Staring at the sun
Afraid of what you'll find
If you took a look inside
I'm not just deaf and dumb
Staring at the sun
Not the only one
Who's happy to go blind

(Extracto del tema “Staring at the Sun” compuesto por David Evans, Adam Clayton, Larry Mullen and Paul Hewson: U—2)


Fueron varios fogonazos. Luego, se hizo la oscuridad. Desde el momento en el que Nuria ahogó un grito emitiendo un sonido aún más espeluznante; desde que me apretó la mano con fuerza; desde el instante en el que cerró los ojos y los abrió con mucha rapidez como si quisiera verificar que era cierto, que se había quedado ciega... desde entonces supe que no volveríamos a ver nunca más el sol.

Cierto es que tendríamos que habernos conformado con la imitación perfecta del astro que asomaba en el horizonte plano, sobre la montaña falsa y el mar electrónico. También sabíamos que no deberíamos haber traspasado los límites de la ciudad bajo la cúpula que un día idearon los humanos para preservar la especie.

Sin embargo, la seguí, porque sabía que si la retenía, la perdería para siempre. La panorámica desde la terraza parecía haber calmado las ganas de escapar de esta realidad forzada. Unos cuantos edificios tras el parque inmenso, y por detrás la montaña y el mar. El sol estaba fijo en el centro de la cúpula. Todos habíamos oído hablar de que los antiguos veían como el verdadero sol despertaba tímidamente por el este y se iba hundiendo en la tierra lejana por el oeste. Sin embargo, debieron pensar que era más práctico colocarlo en el centro e irle restando intensidad a lo largo del día, siempre de 18 horas.

Nos habían alertado desde pequeños del peligro de salir fuera, pero ¿cómo no tomarse esta alerta como un reclamo? A decir verdad, los dos necesitábamos huir del día a día, aunque fuera un par de horas. Desde hacía meses todo iba demasiado bien, hasta que una tarde, después de condenar a mi primer cliente a muerte, encontré a Nuria llorando. Le pregunté qué le ocurría, pero no me quiso responder. Tuve que insistir mucho hasta que un domingo, planificado para ella, me confesó, en mitad de una función de ballet, que se sentía hueca por dentro.

A partir de aquel momento, todos mis intentos de animarla fueron en vano. Jamás se mostró desagradable conmigo, pero cada vez que la escuchaba sollozar desde mi despacho, me iba desgarrando por dentro.

Antes de salir, le pedí a Nuria que se protegiera bien con las lentes del 12 y me prometió que así lo haría. Ni se me pasó por la cabeza que ella pudiera arrancarse las gafas y mirar directamente al sol.

Pude haberlo intuido la noche anterior. De nuevo, el insomnio. A las tres de la mañana, Nuria encendió la luz y se incorporó en la cama hasta apoyar su espalda contra la almohada y me preguntó, como siempre que quería hablar, si estaba dormido.
Le respondí que no. Le podría haber dicho cualquier cosa, y ella empezó a hablar de la belleza que contendría ese cielo enfermo que nos habían prohibido durante toda nuestra vida.

Yo me dormí y soñé que íbamos los dos de la mano al desierto, que caminábamos ajenos a la prohibición y que en el firmamento estallaban decenas de astros justo en el momento en el que nos alejábamos y conseguíamos vislumbrar el mar.

No le dije nada sobre el sueño cuando me desperté y comprobé que ella ya andaba trajinando por la casa. Tampoco miré el reloj y pensé que era hora de prepararse para recibir a los delincuentes. Me duché en seco, porque no me sentía con fuerzas de pasar por debajo del chorro helado, y me vestí enseguida. Al pasar por la cocina para darle un bocado a una barra de energía, la vi a ella con la luz artificial de la gran cúpula al fondo. Estaba a punto de amanecer.

—Es el momento, ahora bajan la guardia.
—Pero... —mascullé sin acertar a protestar siquiera.
—Sí, me haces muy feliz —y se lo vi en los ojos cuando me besó en los labios con ese perfume frutal que ya casi había olvidado.
Emocionado por su repentino cambio de ánimo, la seguí y resultó que tenía la huida mejor planificada de lo que habría imaginado. No tuvimos el menor problema para colarnos por entre las vías del trolebús.

La vegetación húmeda se fue apagando de forma muy rápida hasta que el aire cambió de textura. Era como respirar junto a la chimenea eléctrica. Sin embargo, la sensación me gustaba. Si no fuera por la quemazón en la cabeza e incluso los dedos de las manos, no me habría dado cuenta de que aquel paseo podría terminar con nuestras vidas tal y como las habíamos conocido.

Estaba tan absorto en imaginarme cómo sería aquel yermo sin el verde oscuro de las gafas que no me di cuenta del momento en el que ella se retiró la protección y miró el sol directamente. Debieron de ser, en cualquier caso, muy pocos segundos. Fue un milagro que no se desmayara por el dolor. En cuanto apretó la mano con fuerza, la miré y la sorprendí colocándose de nuevo las gafas con los ojos cerrados.

—¿Qué ha pasado? ¿Cómo te encuentras?
—Mejor que nunca, amor.

Por esta respuesta y por su sonrisa nítida me quité las gafas. Aproveché la dificultad para caminar por la arena, para detenerme en seco, hundiendo los pies cuanto pude. Sentí cierto alivio al hurgar en las capas más frías de la extensa duna. Entonces, alcé la vista. No era lo que me esperaba: una masa negra sanguinolenta. Luego, perdí la visión. Miles de agujas se clavaron en mi retina. Sin embargo, me aguanté el grito y no quise estropear el único momento en mucho tiempo en el que Nuria parecía feliz. Me puse las gafas de nuevo y continuamos sin rumbo.
Seguimos caminando todo el día hasta que el sonido de las olas del mar nos trajo una brisa fresca que nos hizo detenernos. Nos despojamos de las gafas. El sol negro se hundía en alta mar. Ella estaba sonriendo, seguro, y aunque no pudiera verlo, era todo lo que deseaba antes del inicio de aquel extraño viaje.

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