martes, 25 de enero de 2011

Speed gamer

Daniel no puede dejar de mover las piernas y, a pesar de que las oculta bajo el mantel rojo de la larga mesa; la silla y, por tanto él mismo, se tambalean de forma arrítmica. El número uno, el que le han asignado, también se balancea sobre su peana de cartón blanco. Muy inquieto, mira a su izquierda, a lo largo de la extensa mesa, y ve un buen número de chicos expectantes, como él. Todos tienen en frente una silla vacía. ¿Dónde están las chicas?

Por un momento se imagina que se ha equivocado de lugar y que se trata de una cita gay. El bar, aunque nunca ha ido, no está en una zona de ambiente de Barcelona, pero ¿se supone que debe hablar con todos esos hombres? De repente, sale una joven muy guapa y delgada de entre la gente que abarrota el pasillo de acceso a la sala del bar. La chica se sube a una plataforma de unos cinco metros por siete, donde se supone que baila la gente al ritmo maquinal de la música discotequera. Ella agarra un micrófono y se pone a hablar. Daniel se siente como en un programa de televisión y sólo se calma un poco cuando la relaciones públicas da paso a siete chicas que se sitúan de pie enfrente de los hombres sentados.

Realiza un barrido rápido por entre las chicas. Hay algunas verdaderamente guapas. Ahora se arrepiente de no haberle contado a nadie que se había apuntado a una cita a ciegas desde Internet. Está animado: tendrá ocasión de conocerlas a todos durante siete minutos e incluso podrá anotar lo que le parezca en la libreta que le han puesto junto a la hoja de inscripción. Daniel se fija en una de ellas, la tercera de la fila. Es guapa, pero sin caer en la provocación, como a él le gustan. De pronto, la relaciones públicas anuncia que la cuenta atrás empezará en tres segundos y, como si estuviese en un sueño, la chica que más le gusta se sienta enfrente de él.
Ella deja su libreta y el bolígrafo en la mesa. Un camarero la atiende mientras Daniel espera ansioso a poder hablar. En cuanto ella pide su coca—cola, dispara su primera pregunta.

—¿Qué aficiones tienes?
—Hola por lo menos, ¿no? Ni que fuera una carrera —el reproche y la sonrisa combinan bien, además la voz de Sonia, como pone en su credencial, suena a verdad y a simpatía.
—Perdona, es mi primera vez. Lo de los siete minutos me pone un poco nervioso.
—También es mi primera vez, ¿o te crees que estoy cada viernes haciendo speed—dating? —replica ella sin dejar de sonreír.
—Vale, empiezo de nuevo. Hola, me llamo Daniel —mira un segundo su credencial sujeta a un clip en la camisa y observa que ella sonríe—, sí, tal y como pone aquí. ¿Y tú?
—Bien... yo me llamo Sonia... y soy de Barcelona... y me gusta Internet y la aventura... Por eso estoy aquí... supongo.
—Yo vengo de Mataró, aquí al lado, y lo que más me gusta, aparte de Internet, son los videojuegos.
—¿La Wii, por ejemplo? —pregunta sin mucho interés.
—Ejem, yo hablo de videojuegos en plan serio. A lo hardcore. Vamos, que soy un gamer. Un pcgamer.
—¿De ésos que se pasan todo el día delante de la consola? —arruga el morro, pero Daniel no capta las señales. Es más, coge carrerilla.
—No, no. La consola la tengo sólo para probar las diferencias entre algunos juegos multiplataformas.
—Multiplataformas...
—Sí, claro, calidad de texturas, rendimiento de los gráficos, etc. A veces escribo en Internet sobre los juegos que voy pillando. Además, soy un cheater anti—cheats bastante respetado en el mundillo online.
—Se ve que eres todo un experto —corta por lo sano—. ¿Y aparte de los videojuegos? ¿Qué más te gusta?
—Pues la verdad es que jugar casi a nivel profesional ya me quita mucho tiempo. Supongo que lo normal: ir al cine, salir de marcha, ver algún partido...
—Ah, pues muy interesante, Daniel. Ya nos iremos conociendo por la web, ¿no? —la chica se acaba de beber la coca—cola y hace ademán de levantarse.
—¿Ya está? Todavía quedan cuatro minutos. Cuéntame cosas de ti, que no te he dejado hablar.
—Mira, es que, la verdad, no creo que merezca la pena seguir.
—¿Y eso? ¿Te ha molestado algo de lo que he dicho?
—Más bien es culpa mía. El caso es que no me gustan los videojuegos. No te lo tendría que contar, y menos en una primera cita, pero no me llevo demasiado bien con mi padre. El cabrón lleva años haciéndole el vacío a mi madre y, en parte, porque cada noche se pone a jugar con su ordenador y no deja que nadie le moleste. Ahora le acaban de echar del trabajo y mi madre y yo creemos que es porque siempre se acuesta tardísimo.
—¿Y a qué juega? ¿Lo sabes?
—Al World of Warcraft o alguna mierda así.
—Es normal entonces que le dedique tanto tiempo.
—¿Normal? Bueno, será mejor que me vaya preparando para el próximo...
—Espera, dime su nick en el juego.
—No, déjalo. Ya está bien: este tema me cansa.
—Piensa. Seguro que has visto el nick sobre su personaje, en la pantalla.
—De acuerdo, pero lo dejamos ya, ¿vale? Es Thor62.
—Perfecto.

Sonia le dedica una mueca de despedida unos segundos antes de que la relaciones públicas anuncie que han pasado los siete minutos. En cuanto llega la nueva chica, Daniel está ausente. En su mente se agolpan las miles de maneras de putear al padre de Sonia. Lo castigará con tanta severidad que nunca más volverá a tocar el World of Warcraft ni ningún otro videojuego. De hecho, llega a la conclusión de que los videojuegos son un arma de doble filo, casi dinamita pura, en según qué manos.

La nueva chica ya se ha sentado. Se llama Elena y mira extrañada a Daniel porque tiene los ojos cerrados y sonríe al mismo tiempo. Sin embargo, ella no se atreve a decirle nada. Por fortuna, poco después de que el camarero le traiga la bebida que se había dejado olvidada, Elena ve que Daniel abre los ojos y esta a punto de decirle algo, como si acabara de sintonizar con la realidad. Es el chico que más le gusta de todos los que ha visto en la cita. Así, a primera vista. Ahora que lo ve mirándola fíjamente no puede resistirse más y toma la iniciativa.

—Hola, soy Elena, trabajo en una farmacia, ¿qué es lo que te gusta hacer, Daniel?
—Encantado, Elena —Daniel se levanta y a Elena le gusta que se den dos besos en las mejillas como en las citas reales—. Lo que más me gusta es viajar, pasear, ir al teatro, hacer deporte... Lo normal, supongo...

Elena se queda pensativa, encantada con la imagen que se acaba de recrear de ella y Daniel paseando por el parque, y por eso no ve cómo Daniel arranca la hoja donde había escrito Thor62, la arruga, la convierte en una bola y la lanza disimuladamente al suelo.

martes, 11 de enero de 2011

Premonición de un aullido

Estando en clase, muy tranquilo, se me ocurrió que sería una pena que nadie aprovechara que la puerta del aula estaba entreabierta para asomar la cabeza y sorprender al profesor con un grito cavernícola.

Había empezado una nueva vida: nueva ciudad, nuevo trabajo, nuevos estudios en la universidad, nueva pareja y nuevo tratamiento para la ansiedad.

De mi vida anterior no recordaba apenas nada. La casa de mis padres, dos amigos y poco más. Todo estaba bien, hasta que ELLA me envió un mensaje por el móvil: “Aullarás, pero apenas te saldrá un ladrido de chihuahua, y el pitbull te destrozará el cráneo de un mordisco”. Primero me sobresalté: ¿cómo había conseguido mi nuevo número? Luego, me reí por dentro. Menuda estupidez de maldición, pensé. Y creí que no me afectaría, pero poco a poco empecé a mover la pierna con un ritmo nervioso. Bostecé tres veces en la cara del profesor y me refugié en la pantalla de mi miniordenador. Pensé que me calmaría, pero no pude.

Fue como un relámpago. El señor catedrático hablaba de Cortázar y de la antinovela de Macedonio Fernández, que no conocía y sigo sin conocer. Yo estaba tranquilo de la manera de la que las piedras posan relajadas sobre la arena y permanecen así días y días bajo el sol o la fría luna.

Me veo a mí mismo como un lagarto con un ordenador portátil por el que apuesto con dinero real en deportes virtuales y con una libreta al lado para disimular que de tanto en tanto tomo apuntes.

Antes del flash, me he preguntado varias veces por qué narices no me he quedado en el bar con los demás hablando de idioteces o por qué no he cogido el camino a casa donde me espera unos labios nuevos.

El caso es que después me calmé al arrullo con acento sudamericano de no sé qué teorías de la literatura, y me mantuve en el limbo de los minutos largos en forma de retahíla de teorías sobre Rayuela.

Llegado el momento del relámpago, que explotó en la tarde de invierno, se me alteró el ánimo. ¿Cómo leches podía estar allí sentado tragándome el rollo de la literatura fantástica y dejar pasar la emoción de un momento de locura?

Por eso me levanté, recogí mis cosas y aproveché que el profesor seguía con su cháchara para salir del aula sin que apenas me vieran dos o tres chicas muy guapas a las que nunca perdía de vista ni siquiera en las circunstancias en las que quería pasar desapercibido.

Luego, esperé sentado en el amplio espacio rectangular junto a varias puertas cerradas donde se perpetraban algunas clases seguramente a pesar de que ya no entraba ni un hilo de luz por el fondo de la escalera.

Cuando creí que era el momento, entré de golpe en la clase y solté un aullido, pero apenas salió un gritito de eunuco acomplejado. Creo que capté la atención de los alumnos durante cinco segundos. El profesor hizo como si no me viese y continuó a la suya. Luego, el muy animal me suspendió la asignatura. Como consecuencia, me retiraron la beca. Después, caí en una depresión por la que me despidieron del trabajo y los días se hicieron demasiado tensos hasta que una tarde, sin saber por qué, el perro de mi novia me atacó y le tuve que romper la cabeza con las patas de una silla. Pobre caniche mío, lloró ella nada más ver el canicidio. Antes de dejarme por maltratador, me llamó muchas cosas horribles, entre ellas, pitbull.

Aquella misma noche llamé a casa de mis padres con la intención de volver, pero pese a mi insistencia no conseguí que me reconocieran.

lunes, 10 de enero de 2011

Ortodoncia para un vampiro

—¿En qué se diferencia un vampiro de un humano? —preguntó el profesor de aspecto joven aunque pálido como la cera al grupo heterogéneo que se concentraba entre la segunda y la sexta grada.

Nadie se atrevió a contestar porque don Mohammed se ensañaba con los que erraban el tiro. Armand ni siquiera escuchó la pregunta. De hecho, le complacía más mirar la calle con su apretado tráfico y los humanos yendo y viniendo, ajenos a aquel viejo edificio, el bastión de las nuevas generaciones de vampiros.

Caroline miraba con los ojos como platos a don Mohammed, que no toleraba las distracciones entre sus alumnos. Ella estaba convencida de el profesor arremetería contra Armand y por eso le dio un codazo que lo devolvió a la realidad.

—Ahora que ya ha meditado durante un buen rato sobre la cuestión, ¿sería tan amable de compartir sus reflexiones con el resto? —inquirió don Mohammed.

Armand miró extrañado al profesor. Se sintió observado por toda la clase. Caroline lamentó con un gesto que el chaval pasara por aquel trago, pero forzando una sonrisa también le dijo que se lo había buscado.

—Diferencia entre vampiros y humanos —le susurró la chica tapándose la boca con el libro.
—Gracias señorita —exclamó el profesor para que ella se sonrosara al instante—. Y bien, señor Armand, ¿me va a responder a la pregunta o preferiría visitar un colegio de humanos?
—No, señor —titubeó Armand ante el asombro general de la clase. Don Mohammed le miró como si fuera capaz de atravesarlo—. Quiero decir que sí, que le respondo: no lo sé.
Un oh de admiración envolvió el aula.
—Buena respuesta. La típica de un... —se tomó su tiempo. Todos los alumnos esperaron en silencio— impostor. Un cobarde impostor que se mezcla entre los jóvenes para hacernos perder el tiempo.

Los ojos de Armand se iluminaron como un cometa a punto de estrellarse contra una estrella. De repente abrió la mandíbula y mostró unos brackets de acero oxidados, emitió un grito muy agudo, y con furia, levantó su bandolera de la correa, se levantó y se abrió paso entre sus compañeros hasta salir por la puerta.

Caroline observó a don Mohammed que, impasible en mitad de su estrado, se limitó a observar cómo el avergonzado Armand abandonaba la clase dando un portazo. Incluso se permitió un gesto irónico con los labios muy juntos, listos para emitir un silbido, destacando así el enfado descomunal del chico que ya marchaba por el pasillo. Los alumnos esperaron una reacción de Mohammed y ésta llego enseguida.

El profesor se sentó en el borde de la mesa, con los pies colgando en el filo de la línea divisoria de la tarima.

—Algunos vampiros simplemente no aceptan lo que son, y a pesar de parecer jóvenes, llevan muchos años postergando su entrada en la madurez.
—¿Cómo lo supo profesor? ¿Telepatía? —preguntó al mismo tiempo que alzaba la mano el chico ghanés de la segunda fila.
—No fue necesario. Mirar el sol directamente no es una actitud muy sensata entre los vampiros.
—Pero no te mueres si lo miras ni nada de eso —replicó una chica coreana en la fila de detrás.
—A estas alturas del curso ya sabemos eso, y que los crucifijos no nos afectan ni es necesario dormir durante el día ni se nos mata con estacas como tampoco odiamos el ajo, etc. Sin embargo, exponerse a la luz del día y no beber sangre nos debilita. Recordad que estamos muertos. Y tampoco se está tan mal, a no ser que sean tan cobardes como Armand.

Caroline se levantó de su asiento con un estrépito que hizo que todo el mundo girara la cabeza hacia ella.

—Es por los brackets, estúpido sabelotodo.

Y se marchó sin que el profesor pudiera retenerla. Cuando salió al jardín ensombrecido por los cipreses que rodeaban el antiguo claustro antes del pórtico de entrada al edificio que albergaba el colegio, vio a Armand sentado en el suelo mirando el estanque verdusco.

Caroline se sentó junto a él, tiró de una de las patillas de las gafas oscuras del chico que asomaban de un bolsillo de la chaqueta y se las puso.
Ella también se puso sus gafas de sol.

—Así estaremos mejor.
—¿Qué ha dicho el profesor?
—Un rollo sobre la falta de madurez. Se cree que tienes ciento cincuenta años como él.
—Ojalá. Sólo hace seis meses que me mordieron.
—Ya lo sé. No te preocupes, es un gilipollas.
Él no confirmó el comentario. Parecía absorto en el estanque. Caroline vio cómo le temblaban las manos. De repente, Armand se giró y la miró a los ojos.
—Digo yo que si nos podemos transformar en animales, podrán quitarme los brackets, ¿no?
—¿Piensas ir dando mordiscos por ahí?
—No, si lo pensara, no vendría a este colegio.
—Solucionaremos lo de los brackets —dijo ella con convicción.

El chico asintió con la cabeza. A Caroline le pareció que tenía unos ojos preciosos, incluso para estar muerto. Más calmado, Armand fijó la vista en los peces rojos que se dejaban ver por entre las oscuras aguas del estanque. Caroline lo vio sonreir durante un instante. Ella también sonrió. Por un momento, se sintió protegida por aquellas columnas de piedra y cuando vertió las primeras lágrimas tras los cristales de las gafas sonrió de nuevo: si podía llorar, no estaba tan muerta.

Staring at the Sun

I'm not the only one
Staring at the sun
Afraid of what you'll find
If you took a look inside
I'm not just deaf and dumb
Staring at the sun
Not the only one
Who's happy to go blind

(Extracto del tema “Staring at the Sun” compuesto por David Evans, Adam Clayton, Larry Mullen and Paul Hewson: U—2)


Fueron varios fogonazos. Luego, se hizo la oscuridad. Desde el momento en el que Nuria ahogó un grito emitiendo un sonido aún más espeluznante; desde que me apretó la mano con fuerza; desde el instante en el que cerró los ojos y los abrió con mucha rapidez como si quisiera verificar que era cierto, que se había quedado ciega... desde entonces supe que no volveríamos a ver nunca más el sol.

Cierto es que tendríamos que habernos conformado con la imitación perfecta del astro que asomaba en el horizonte plano, sobre la montaña falsa y el mar electrónico. También sabíamos que no deberíamos haber traspasado los límites de la ciudad bajo la cúpula que un día idearon los humanos para preservar la especie.

Sin embargo, la seguí, porque sabía que si la retenía, la perdería para siempre. La panorámica desde la terraza parecía haber calmado las ganas de escapar de esta realidad forzada. Unos cuantos edificios tras el parque inmenso, y por detrás la montaña y el mar. El sol estaba fijo en el centro de la cúpula. Todos habíamos oído hablar de que los antiguos veían como el verdadero sol despertaba tímidamente por el este y se iba hundiendo en la tierra lejana por el oeste. Sin embargo, debieron pensar que era más práctico colocarlo en el centro e irle restando intensidad a lo largo del día, siempre de 18 horas.

Nos habían alertado desde pequeños del peligro de salir fuera, pero ¿cómo no tomarse esta alerta como un reclamo? A decir verdad, los dos necesitábamos huir del día a día, aunque fuera un par de horas. Desde hacía meses todo iba demasiado bien, hasta que una tarde, después de condenar a mi primer cliente a muerte, encontré a Nuria llorando. Le pregunté qué le ocurría, pero no me quiso responder. Tuve que insistir mucho hasta que un domingo, planificado para ella, me confesó, en mitad de una función de ballet, que se sentía hueca por dentro.

A partir de aquel momento, todos mis intentos de animarla fueron en vano. Jamás se mostró desagradable conmigo, pero cada vez que la escuchaba sollozar desde mi despacho, me iba desgarrando por dentro.

Antes de salir, le pedí a Nuria que se protegiera bien con las lentes del 12 y me prometió que así lo haría. Ni se me pasó por la cabeza que ella pudiera arrancarse las gafas y mirar directamente al sol.

Pude haberlo intuido la noche anterior. De nuevo, el insomnio. A las tres de la mañana, Nuria encendió la luz y se incorporó en la cama hasta apoyar su espalda contra la almohada y me preguntó, como siempre que quería hablar, si estaba dormido.
Le respondí que no. Le podría haber dicho cualquier cosa, y ella empezó a hablar de la belleza que contendría ese cielo enfermo que nos habían prohibido durante toda nuestra vida.

Yo me dormí y soñé que íbamos los dos de la mano al desierto, que caminábamos ajenos a la prohibición y que en el firmamento estallaban decenas de astros justo en el momento en el que nos alejábamos y conseguíamos vislumbrar el mar.

No le dije nada sobre el sueño cuando me desperté y comprobé que ella ya andaba trajinando por la casa. Tampoco miré el reloj y pensé que era hora de prepararse para recibir a los delincuentes. Me duché en seco, porque no me sentía con fuerzas de pasar por debajo del chorro helado, y me vestí enseguida. Al pasar por la cocina para darle un bocado a una barra de energía, la vi a ella con la luz artificial de la gran cúpula al fondo. Estaba a punto de amanecer.

—Es el momento, ahora bajan la guardia.
—Pero... —mascullé sin acertar a protestar siquiera.
—Sí, me haces muy feliz —y se lo vi en los ojos cuando me besó en los labios con ese perfume frutal que ya casi había olvidado.
Emocionado por su repentino cambio de ánimo, la seguí y resultó que tenía la huida mejor planificada de lo que habría imaginado. No tuvimos el menor problema para colarnos por entre las vías del trolebús.

La vegetación húmeda se fue apagando de forma muy rápida hasta que el aire cambió de textura. Era como respirar junto a la chimenea eléctrica. Sin embargo, la sensación me gustaba. Si no fuera por la quemazón en la cabeza e incluso los dedos de las manos, no me habría dado cuenta de que aquel paseo podría terminar con nuestras vidas tal y como las habíamos conocido.

Estaba tan absorto en imaginarme cómo sería aquel yermo sin el verde oscuro de las gafas que no me di cuenta del momento en el que ella se retiró la protección y miró el sol directamente. Debieron de ser, en cualquier caso, muy pocos segundos. Fue un milagro que no se desmayara por el dolor. En cuanto apretó la mano con fuerza, la miré y la sorprendí colocándose de nuevo las gafas con los ojos cerrados.

—¿Qué ha pasado? ¿Cómo te encuentras?
—Mejor que nunca, amor.

Por esta respuesta y por su sonrisa nítida me quité las gafas. Aproveché la dificultad para caminar por la arena, para detenerme en seco, hundiendo los pies cuanto pude. Sentí cierto alivio al hurgar en las capas más frías de la extensa duna. Entonces, alcé la vista. No era lo que me esperaba: una masa negra sanguinolenta. Luego, perdí la visión. Miles de agujas se clavaron en mi retina. Sin embargo, me aguanté el grito y no quise estropear el único momento en mucho tiempo en el que Nuria parecía feliz. Me puse las gafas de nuevo y continuamos sin rumbo.
Seguimos caminando todo el día hasta que el sonido de las olas del mar nos trajo una brisa fresca que nos hizo detenernos. Nos despojamos de las gafas. El sol negro se hundía en alta mar. Ella estaba sonriendo, seguro, y aunque no pudiera verlo, era todo lo que deseaba antes del inicio de aquel extraño viaje.