lunes, 22 de febrero de 2010

Gracias a Gila

Éramos tres o cuatro cómicos, en concreto, Gila, Luis Piedrahita y yo. Luego llegó Carlo Mô, que por aquella época tenía pelo y se esforzaba por parecer un adolescente anormal, aunque ni tenía problemas de identidad ni se medía el pene ante el espejo ni nada parecido. Sin embargo lo acogimos en nuestro seno. Sobre todo Gila, que por entonces estaba muy gordo, y tenía tetas para todos. Qué a gusto se estaba entre sus ubres. Además, nos cobraba poco. A cambio, nosotros le pedíamos chistes. Así pasábamos las tardes de verano, en la playa de San Xenxo, haciendo cosas de cómicos.
Un día llegó Gila tarde. Algo extraño, porque según él se regía por el ritmo de las mareas. Luego nos explicó que alguien había cambiado los muebles de sitio de su apartamento. Carlo Mô no dijo ni pío, pero estoy seguro de que fue una de sus jugarretas. Nosotros las llamábamos putadas. Él las llamaba bromas. Piedrahita no se preocupó por el incidente. De todas maneras, nadie le preguntaba porque tenía, y tiene, la costumbre de expresarse mediante monólogos, y a veces nos tenía hasta que no quedaba playa ni nada, y no queríamos ser pasto de las olas. Como si las olas pastasen.

El caso es que Gila llegó preocupado, pero no por el cambio de los muebles de sitio, que a fin de cuentas podía haber la lógica consecuencia de juntar ruedas, muebles y gravedad en un mismo apartamento. Estaba serio porque no se le ocurría qué chiste contarle a Fraga.

Todos menos Piedrahita que ya estaba soltando uno de sus monólogos a un par de niños, el de las pilas de petaca, nos pusimos a pensar. Todos era yo solo, porque Carlo Mô ya estaba tramando alguna putada nueva. Luego contaré cuál.

De repente, es un decir porque me estaba dando el sol desde las diez de la mañana y ya habían encendido las farolas, se me encendió una luz en la cabeza. Sin pensarlo más que a la primera, se me ocurrió que Gila podría proponerle a Fraga un sucesor.

El maestro me escuchó con atención. Yo le pedí que no pusiera cara de espectador porque sólo sabía el final del chiste. A él le pareció mejor eso que nada. Me preguntó, bastante nervioso, que cómo acababa el chiste. Y yo le respondí: que se busque uno bajito, con la raya a un lado y un bigotito birrioso.

En ese momento Carlo Mô me demostró su aprecio descojonándose de risa. Piedrahita hablaba con una colchoneta. Gila me miró enfadado y me soltó:
—¿Te estás cachondeando de mí? Vale que me hayas cambiado los muebles de sitio, pero esto es demasiado... ¿Cómo quieres que le diga eso a Fraga?

De verdad que me indigné. Carlo Mô volvió a reirse como una bestia. La situación me pareció de lo más tensa, me levanté y le dije a Gila con un tono profético:
—Que sepas, maestro, que el mundo acaba de perder un gran cómico.

Tampoco me fui muy lejos, dos toallas más atrás con Luis. Éste, en lugar de seguir con el monólogo, se cabreó bastante porque le estaba induciendo a que creara un diálogo.
—Nada más lejos —le repliqué.
—Nada tú si quieres, estúpido.
—Si nadamos los dos, sería un diálogo de besugos —le dije con ánimo de replantar la alegría, pero no pudo ser.

En definitiva, cada cual acabó por su cuenta el verano. Carlo Mô siguió con sus cabronadas. Gila se dedicó a pescar con políticos y Piedrahita empezó a esculpir personajes en la arena para luego poder contarles sus monólogos.

Yo ya me olvidé de ser cómico y tuve la desgracia de pasar los dos meses siguientes de vacaciones tomando el sol, bebiendo cocktails y conociendo chicas guapas.
Para colmo, me abandoné a ese ritmo repetitivo y cada verano seguí haciendo lo mismo, pero en lugares diferentes. Marcos de incomparable dramatismo como Copacabana, Cayo Coco o Isla Mujeres.

Cuando más acabado estaba, en el Carnaval de Río, me enteré de que Fraga había nombrado a Aznar como su sucesor. En cuanto vi la foto de aquel señor bajito, con la raya a un lado y un bigote ramplón me entró un no sé qué, y llamé a Carlo Mô a su casa.

Su padre, que era más gamberro que él, me contestó:
—Está haciendo el mimo en la Rambla de Barcelona. Lleva seis días allí, perfeccionando el estilo.
—Pues dígale que cuando acabe le haga una gran putada a Gila, que se la merece.
—¿Puedo hacérsela yo?
—Bueno, si Carlo Mô va a seguir mucho tiempo de mimo, la puede hacer usted.
—¿Cómo? Es Piedrahita, que no calla con la mierda de las pilas de petaca...
—Llévelo a la playa, que allí hay arena para que se distraiga.
—Me da usted una idea... ¿Entonces puedo hacerle yo la putada a Gila?
—Sí, sí, pero que sea gorda.

Y a las pocas semanas vi que Televisión Española anunciaba un programa de Gila. “Pues vaya con la putada”, pensé, “menudo pardillo el padre de Carlo Mô”. Mi pareja me intentó disuadir de verlo, pero la maté de un estornudo muy cargado y vi su programa.

“Coño”, me dije ante el cadáver descuartizado de la madre de mis hijos, “pero si es el show del tanque y el seiscientos. ¿Cómo es que lo han repetido?”.

Al cabo de quince días, otra actuación. Me cargué a mi suegra que vino a investigar por qué su hija ya no le colgaba el teléfono, y el mismo espectáculo.

Así, durante dieciocho años. Cada dos por tres reponían lo mismo de Gila.

A tanto llegó el asunto, que en la casa se me acumulaban las tumbas, y algunos muertos ya habían pasado al segundo piso (y los vecinos creyendo que les habían salido unos espíritus en el techo). Por eso le pedí al padre de Carlo Mô que parara. Me dijo que era imposible, que estaba todo programado para los próximos años y que las cosas de palacio iban despacio. Además, su hijo le había dicho que quería ser clown y ante su ignorancia se había propuesto vivir en Inglaterra quince años para saber inglés.

Así fue que todo el mundo pensó que Gila sólo tenía un chiste, y era incapaz de actuar sin un teléfono. Con el tiempo, alguien de la tele descubrió el mecanismo y lo desactivó. Entonces Gila ya no pudo hacer nada para reinstaurar su fama y le tocó amargarse los pocos años de vida que le quedaban en antros como el Hotel Meliá de Tahití y lugares de esa calaña.

¿Si me hizo feliz la venganza? Yo creo que no. Menos mal que me sobrepuse y empecé a trabajar en un banco como cajero, me casé en segundas nupcias, cumplí con la sociedad con treinta años de cárcel y, en fin, me hice un hombre de bien. A fin de cuentas, si no llega a ser por aquel enfado en San Xenxo ahora quizá estaría recorriendo España con mis monólogos como el pobre Piedrahita, o convertido en payaso como Carlo Mô, o lo peor de todo, matándome a mojitos en cualquier playa caribeña. Gracias Gila.

1 comentario:

  1. Locura surrealista! Que suerte de no quedarte entre las tetazas de Gila, seguro que en el infierno sirven Daiquiris, hay chicarronas enfundads en microbikinis, hace calor y Piedrahita hace monolocos para los condoneados y las morenas espectaculares... terror!

    Y esque donde esté un piso de treinta metros cuadrados y una tele, fua!

    jejejejj

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