lunes, 22 de febrero de 2010

Gracias a Gila

Éramos tres o cuatro cómicos, en concreto, Gila, Luis Piedrahita y yo. Luego llegó Carlo Mô, que por aquella época tenía pelo y se esforzaba por parecer un adolescente anormal, aunque ni tenía problemas de identidad ni se medía el pene ante el espejo ni nada parecido. Sin embargo lo acogimos en nuestro seno. Sobre todo Gila, que por entonces estaba muy gordo, y tenía tetas para todos. Qué a gusto se estaba entre sus ubres. Además, nos cobraba poco. A cambio, nosotros le pedíamos chistes. Así pasábamos las tardes de verano, en la playa de San Xenxo, haciendo cosas de cómicos.
Un día llegó Gila tarde. Algo extraño, porque según él se regía por el ritmo de las mareas. Luego nos explicó que alguien había cambiado los muebles de sitio de su apartamento. Carlo Mô no dijo ni pío, pero estoy seguro de que fue una de sus jugarretas. Nosotros las llamábamos putadas. Él las llamaba bromas. Piedrahita no se preocupó por el incidente. De todas maneras, nadie le preguntaba porque tenía, y tiene, la costumbre de expresarse mediante monólogos, y a veces nos tenía hasta que no quedaba playa ni nada, y no queríamos ser pasto de las olas. Como si las olas pastasen.

El caso es que Gila llegó preocupado, pero no por el cambio de los muebles de sitio, que a fin de cuentas podía haber la lógica consecuencia de juntar ruedas, muebles y gravedad en un mismo apartamento. Estaba serio porque no se le ocurría qué chiste contarle a Fraga.

Todos menos Piedrahita que ya estaba soltando uno de sus monólogos a un par de niños, el de las pilas de petaca, nos pusimos a pensar. Todos era yo solo, porque Carlo Mô ya estaba tramando alguna putada nueva. Luego contaré cuál.

De repente, es un decir porque me estaba dando el sol desde las diez de la mañana y ya habían encendido las farolas, se me encendió una luz en la cabeza. Sin pensarlo más que a la primera, se me ocurrió que Gila podría proponerle a Fraga un sucesor.

El maestro me escuchó con atención. Yo le pedí que no pusiera cara de espectador porque sólo sabía el final del chiste. A él le pareció mejor eso que nada. Me preguntó, bastante nervioso, que cómo acababa el chiste. Y yo le respondí: que se busque uno bajito, con la raya a un lado y un bigotito birrioso.

En ese momento Carlo Mô me demostró su aprecio descojonándose de risa. Piedrahita hablaba con una colchoneta. Gila me miró enfadado y me soltó:
—¿Te estás cachondeando de mí? Vale que me hayas cambiado los muebles de sitio, pero esto es demasiado... ¿Cómo quieres que le diga eso a Fraga?

De verdad que me indigné. Carlo Mô volvió a reirse como una bestia. La situación me pareció de lo más tensa, me levanté y le dije a Gila con un tono profético:
—Que sepas, maestro, que el mundo acaba de perder un gran cómico.

Tampoco me fui muy lejos, dos toallas más atrás con Luis. Éste, en lugar de seguir con el monólogo, se cabreó bastante porque le estaba induciendo a que creara un diálogo.
—Nada más lejos —le repliqué.
—Nada tú si quieres, estúpido.
—Si nadamos los dos, sería un diálogo de besugos —le dije con ánimo de replantar la alegría, pero no pudo ser.

En definitiva, cada cual acabó por su cuenta el verano. Carlo Mô siguió con sus cabronadas. Gila se dedicó a pescar con políticos y Piedrahita empezó a esculpir personajes en la arena para luego poder contarles sus monólogos.

Yo ya me olvidé de ser cómico y tuve la desgracia de pasar los dos meses siguientes de vacaciones tomando el sol, bebiendo cocktails y conociendo chicas guapas.
Para colmo, me abandoné a ese ritmo repetitivo y cada verano seguí haciendo lo mismo, pero en lugares diferentes. Marcos de incomparable dramatismo como Copacabana, Cayo Coco o Isla Mujeres.

Cuando más acabado estaba, en el Carnaval de Río, me enteré de que Fraga había nombrado a Aznar como su sucesor. En cuanto vi la foto de aquel señor bajito, con la raya a un lado y un bigote ramplón me entró un no sé qué, y llamé a Carlo Mô a su casa.

Su padre, que era más gamberro que él, me contestó:
—Está haciendo el mimo en la Rambla de Barcelona. Lleva seis días allí, perfeccionando el estilo.
—Pues dígale que cuando acabe le haga una gran putada a Gila, que se la merece.
—¿Puedo hacérsela yo?
—Bueno, si Carlo Mô va a seguir mucho tiempo de mimo, la puede hacer usted.
—¿Cómo? Es Piedrahita, que no calla con la mierda de las pilas de petaca...
—Llévelo a la playa, que allí hay arena para que se distraiga.
—Me da usted una idea... ¿Entonces puedo hacerle yo la putada a Gila?
—Sí, sí, pero que sea gorda.

Y a las pocas semanas vi que Televisión Española anunciaba un programa de Gila. “Pues vaya con la putada”, pensé, “menudo pardillo el padre de Carlo Mô”. Mi pareja me intentó disuadir de verlo, pero la maté de un estornudo muy cargado y vi su programa.

“Coño”, me dije ante el cadáver descuartizado de la madre de mis hijos, “pero si es el show del tanque y el seiscientos. ¿Cómo es que lo han repetido?”.

Al cabo de quince días, otra actuación. Me cargué a mi suegra que vino a investigar por qué su hija ya no le colgaba el teléfono, y el mismo espectáculo.

Así, durante dieciocho años. Cada dos por tres reponían lo mismo de Gila.

A tanto llegó el asunto, que en la casa se me acumulaban las tumbas, y algunos muertos ya habían pasado al segundo piso (y los vecinos creyendo que les habían salido unos espíritus en el techo). Por eso le pedí al padre de Carlo Mô que parara. Me dijo que era imposible, que estaba todo programado para los próximos años y que las cosas de palacio iban despacio. Además, su hijo le había dicho que quería ser clown y ante su ignorancia se había propuesto vivir en Inglaterra quince años para saber inglés.

Así fue que todo el mundo pensó que Gila sólo tenía un chiste, y era incapaz de actuar sin un teléfono. Con el tiempo, alguien de la tele descubrió el mecanismo y lo desactivó. Entonces Gila ya no pudo hacer nada para reinstaurar su fama y le tocó amargarse los pocos años de vida que le quedaban en antros como el Hotel Meliá de Tahití y lugares de esa calaña.

¿Si me hizo feliz la venganza? Yo creo que no. Menos mal que me sobrepuse y empecé a trabajar en un banco como cajero, me casé en segundas nupcias, cumplí con la sociedad con treinta años de cárcel y, en fin, me hice un hombre de bien. A fin de cuentas, si no llega a ser por aquel enfado en San Xenxo ahora quizá estaría recorriendo España con mis monólogos como el pobre Piedrahita, o convertido en payaso como Carlo Mô, o lo peor de todo, matándome a mojitos en cualquier playa caribeña. Gracias Gila.

La alianza de la sangre

Qué difícil lo tuve para mostrarme impasible ante las advertencias de mi mujer. “Javier, este chico va a salir del armario el día menos pensado”. Así estuvo tres o cuatro meses. Obviamente, a mí no me interesaba debatir el tema sobre la condición de nuestro hijo Javi. Como comercial del ramo sanitario que soy, me las compuse bien para librarme de la charla alrededor de la mesa redonda de la cocina. Para lograrlo sólo tuve que apelar al derecho a la intimidad. Al principio, iba sorteando los obstáculos como un ciego en los 200 metros valla. Muchas veces me llevaba por delante incluso las líneas de la pista hasta que conseguí convencerme de que aquel asunto distaba poco de mis problemas (iniciales) de conciencia en cuanto a la donación de órganos. En los casos en los que me tocaba mandar un equipo a un hospital de dudosa ética para recoger, digamos, un riñón; siempre me decía a mí mismo: vamos a salvar una vida. Las primeras veces no funcionaba, e incluso notaba cierta animadversión a mis jefes, pero pronto aquel mensaje, casi un mantra, se instaló en mi cerebro. Lo importante es que voy a ayudar a salvar una vida. De dónde proceden el hígado o la córnea, a mí no me interesa.

Relacionando mi experiencia profesional, supe domar el toro salvaje y hacer que el problema se desvaneciera. O eso creía. Cuando menos me lo esperaba, Javi decidió ventilar su armario en las narices de su padre. Mi mujer se había ido de compras a París con unas amigas, y se suponía que yo tenía muchísimo trabajo, aunque la realidad es que había quedado con mis amigos del club para ver un Barcelona Real Madrid en mi casa. Todo estaba bien atado. Javi se quedaría en casa de un amigo del instituto. Sin embargo, el plan empezó a torcerse desde el justo momento en el que lo vi entrar en la cocina apesadumbrado. Yo estaba leyendo el periódico, sección de economía, en la mesa redonda. Hacía un sol espléndido y por eso había corrido las cortinas. Tanta luz me molestaba al leer los diminutos números de las tablas de los índices bursátiles. Todo iba bien, decía, hasta que vi a Javi con el pelo enmarañado, los ojos legañosos, dos enormes ojeras. Entonces, levanté la vista del diario y la cagué. Así, con todas las letras. Le pregunté: “¿Qué te pasa, hijo?”. Es lo último que uno debe hacer con un hijo adolescente. Antes es preferible donarlo a la ciencia o enviarlo a buscar pozos de agua en Marte. En serio, todo padre debería saberlo. Si a un adolescente le preguntas qué le pasa y detecta que estás preocupado, te traspasa el problema, porque hay otra máxima: los adolescentes siempre tienen problemas. Y una tercera: siempre son más graves que los de la gente de su alrededor.

Con tan temible panorama por delante, aunque no era del todo consciente —y de ahí mi sonrisa de papá bueno—, invité a mi hijo a sentarse junto a mí con un gesto. Retirarle la silla y levantar la vista del diario eran dos acciones que había borrado, por ejemplo, del ritual de los desayunos con mi mujer. Pero ésa es otra historia.

Allí estábamos los dos, padre e hijo. Dos Javieres ocultándonos del luminoso día para compartir un momento íntimo. La vanidad de ser padre. Uno se cree San Francisco con los animalitos del bosque. Yo había lanzado la pregunta, preocupado, pero no sabía que me iba a abrir el armario. Pensaba, ingenuo de mí, que despotricaría contra algún profesor o que me pediría dinero para un macroconcierto. Sin embargo, me disparó en la frente.

“Papá, necesito contártelo”. Las alarmas más secretas de mi sesera se dispararon al unísono. Me dolían los tímpanos, un sabor amargo inundó mi garganta y empezó a picarme la mano derecha. El niño, para colmo, mal educado por su madre, no esperó a que yo le diera paso. Simplemente, habló, y no tardó en confesarme que él era diferente a sus compañeros de clase. Dieciséis años, pensé para tranquilizarme; ya se está haciendo un hombre. Autoengaños para ganar tiempo, pero que me sirvieron. “¿Te imaginas de qué te hablo, no? Es que para mí es un palo”. “Por supuesto”, le respondí. Claro que lo sabía. Entonces, lo miré a los ojos: estaba a punto de llorar. Con todas las ganas que tenía de escabullirme, no fui capaz de hacerlo. Peligraba la armonía familiar e incluso el partido de fútbol con los amigos que habíamos pactado desde el comienzo de la liga, en septiembre. Ya sé que ahora parece un motivo insignificante, pero necesitaba aquel momento de relax. Las cosas no iban tan bien en la compañía como quería hacer aparentar. Yo mismo atravesaba una etapa de recelo por mi condición de “diferente”. Quizá fue eso lo que me hizo abrirme a mi hijo.

Por supuesto, antes de hablarle con el corazón, me intenté salir por la mediana de aquella autopista en la que íbamos a entrar. Sin embargo, la humedad en los ojos de Javi me hicieron volver a la mesa (fingía mirar algo en la nevera cuando de reojo lo volví a contemplar).

Ya está, me dije. Es el momento de la verdad. Con la determinación de un padre que conocía la experiencia de su hijo, me senté de nuevo en la mesa (esta vez mucho más cerca de Javi), le levanté el rostro para obligarlo a mirarme a los ojos y le dije: “ésta es mi historia. Puede que te ayude, puede que también sea la tuya”. Ante tal revelación, no me esperaba menos, mi hijo se emocionó y dejó soltar una lágrima al tiempo que esbozaba una sonrisa. Ya, sin marcha atrás posible, le conté este relato, más o menos verídico. Mejor dicho, era la verdad, aunque con un pelín de autocensura por aquello del pudor.

Yo no sé tú, pero en el fondo siempre sospeché la verdad: que era diferente. Sin embargo, hace treinta años la sociedad era bien distinta. Casi todo constituía un tabú. Ser diferente, por supuesto, entraba dentro de lo prohibido. Sin embargo, la naturaleza humana siempre acaba desbordando a la persona —por eso le explicaba aquello en el fondo— y cuando estaba en el último año de la universidad, un compañero se acercó a mí para hablarme justo antes de un examen.

Aquello era algo insólito. Alejandro, todavía y desde entonces es mi amigo, definía a la perfección el término de bicho raro. No se relacionaba con nadie, y el hecho de que me preguntara directamente si me apetecía escaquearme de la cena de fin de curso me sorprendió. Precisamente, aquel acto protocolario con unos compañeros a los que consideraba bastante parias e hipócritas me estaba ocasionando bastantes quebraderos de cabeza. Ya sabes que a tu padre se le presentan los mismos síntomas cada vez que se estresa. Pues ya me pasaba a los veinte años. El mismo dolor en los tímpanos, en fin, todo igual que ahora. La novedad llegó justo en aquel momento. Gracias a Alejandro sabía a qué se debía el malestar de los últimos días. Por eso me cayó simpático y le di cancha, como se dice ahora, para que me propusiera su plan alternativo.

En efecto, así lo hizo. Me propuso, quitándose unas gafas oscuras idénticas a las mías, que me pasara por el club Blues en cuanto anocheciera el mismo viernes de la cena. Tuve pocas dudas, la verdad. Así que me llevé la tarjeta al bolsillo y, misteriosamente, todos mis males se esfumaron y me salió un examen de p m (ya sé que suena ridículo, pero he evitado siempre los tacos con mi hijo).

Unas horas antes de salir hacia el club me volvieron los dolores de costumbre. Me encontraba nervioso y no me decidía ni siquiera a vestirme de un color u otro. Recuerdo, ostras lo había olvidado, que mi padre, que nunca se metía en esos temas, me dijo que la camisa negra me quedaba bien. Cómo he podido olvidarlo. Ahora entiendo cómo salí de aquel momento de duda. Lo siguiente fue mentir. En aquellos tiempos... “vale, papá, ese rollo ya me lo sé”, me interrumpió Javi. Está bien, (le sonreí porque tenía razón), sigo contando.

Me costó un poco encontrar el local. Parecía un garito de mala muerte y si el neón de la entrada hubiese sido rojo en lugar de azul, habría pensado que estaba entrando en un puticlub. Sin embargo, pasé el control de la doble entrada: un tipo enorme, entre las dos puertas, que me pidió el carné, y luego vi que, aparte de la oscuridad, aquel club era de lo más normal. Música moderna, chicos y chicas, algunos bailando, otros sentados en banquetas de madera junto a las paredes también de cerezo. En fin, se parecía bastante a los pubs irlandeses, pero sin tanta parafernalia ni televisiones ni guiris borrachos.

“¿Y qué pasó?” (Javi estaba impaciente y yo me iba por las ramas con los detalles, porque estaba reviviendo el momento). Pues pasó que vi a Alejandro en la barra y me acerqué a él. Apenas eran las nueve, pero no había comido nada desde la una, y tenía hambre, así que me llamó la atención el batido que sostenía entre las manos. Lo estaba sorbiendo con una pajita, una novedad por entonces, y parecía disfrutar del líquido viscoso rojo. Nos saludamos como si nos hubiésemos visto allí mismo la noche anterior y el tipo sonrió ante mi pregunta. Es difícil de explicar por qué, pero me parecía otro: se le veía más vivo que en clase, con su palidez y gesto amargado. Le volví a preguntar qué estaba bebiendo y me devolvió una sonrisa y seguidamente se rió. ¿Tu qué crees?, me dijo. No le respondí, porque no sabía si estaba obligado a saber la respuesta y tenía miedo de hacer el ridículo. Él me vio un poco avergonzado y no se le ocurrió otra cosa que invitarme a lo mismo.

Me gustó su espontaneidad y acepté de buen grado la invitación. Mientras el camarero me preparaba aquel batido o zumo, no sabía bien qué era, intentaba adivinar el contenido al mirar de reojo el vaso de Alejandro. En aquellos instantes me estaba felicitando por mi valentía. Antes no se decía salir del armario como se dice ahora, hijo. Creo que usó la expresión “mostrarse al mundo”. Mi hijo dio un respingo tremendo. Casi se cayó hacia atrás con la silla pegada a la espalda. Me sorprendió que no me hubiese captado hasta ese momento. Di por hecho que iba descifrando cada uno de mis mensajes en clave. Pero puede que me equivocara.

Intenté que el silencio hiciera su trabajo. Mi hijo se tranquilizó un poco. Seguramente más que yo y me pidió que continuara. ¿Seguro?, le pregunté. “Sí, papá, es muy importante para mí”. Y seguí, qué otra cosa iba a hacer.
Pues como te comentaba, Alejandro se esforzaba en que me sintiera bien y una muestra de ello es que miraba para otro lado y se preocupa por disimular que no veía mis reacciones espasmódicas ante cualquier persona que asomara la cara por el local. Por no hablar del barrido que le hice a su indumentaria, impecable, pero oscura y, en aquella época, transgresora por su corte un tanto gótico.

Entonces, llegó mi batido. Me quedé mirando el contenido y no logré adivinarlo. Aquello podría ser muy bien granadina, zumo de fresa, arándanos... No tenía ni idea. Removí la pajita, pero aquello no me ayudó. Alejandro parecía divertido y yo no quería hacer el ridículo pareciendo un mojigato, así que sorbí de la pajita aquel brebaje extraño. Como te puedes imaginar, era sangre. Al principio, pensé que vomitaría al instante, pero ante mi primer rechazo, Alejandro me ayudó a bajar la cabeza con las manos y seguí chupando. Me lo bebí todo de golpe y me sentí, hijo, mejor que nunca en la vida. (Emocionado por mi propia elocuencia, no vi el gesto de asco en la cara de Javi hasta segundos más tarde). Luego, pasar al cuarto oscuro y enchufarme a la pipa de sangre fue un placer inexplicable. Antes como ahora, teníamos prohibida la sangre humana, así que ya entonces disfrutábamos del mismo preparado a partir de sangre de animal y unos compuestos químicos que a nosotros nos sirven para ser felices, pero por desgracia no dan resultados positivos en las transfusiones. (Ya mi hijo parecía totalmente decepcionado). ¿Qué ocurre, Javi? Papá, muy bonita la fábula, pero me esperaba otra cosa de ti. ¿Qué quieres decir? Pues, se levantó muy enfadado, que no te diferencias de mamá ni del resto de la gente. No quieres ver lo que hay delante de tus narices y te inventas cuentos para... yo qué sé. Y se fue de la cocina cabreadísimo.

En aquel momento, no entendí nada. Se lo había explicado desde la sinceridad y sin embargo, se lo había tomado fatal. De nuevo recurrí a mi positivismo de siempre y pensé que, como en efecto sucedió, Javi me dejaría la casa libre para ver el partido y, seguramente, no querría hablar nunca más del tema conmigo. A fin de cuentas, yo también había tenido que bregar solo con mi salida del armario y, a día de hoy, poca gente más que mis amigos íntimos, la gente del club y mi hijo, sabían la verdad. Por eso, me relajé convencido de que había hecho lo correcto, llevé la taza de café al fregadero y saqué una dosis del sucedáneo sanguíneo del doble fondo de la nevera. Después del batido, pasaría el día durmiendo hasta que llegaran mis invitados. El partido era lo de menos. Fumar la pipa de sangre en mi propia casa con mis verdaderos amigos bien valía el enfado de mi hijo.

La mirada del viento

Puede parecer fácil narrar un hecho cuando se está en cualquier parte, se escucha y se ve todo, sin suscitar sospechas. Ese razonamiento está a la altura de cualquier necio. No entienden que a menudo lo más complicado está en saber qué se oculta tras lo visible, lo tangible, lo sonoro. Soy la voz del viento, siempre me presento donde quiera que el aire necesite renovarse. He asistido a otras historias que como ésta, han encerrado la verdad absoluta en un enigma absurdo: la muerte como génesis. Es frecuente que muera una estrella para formar planetas: en el fondo los astros, como las personas, saben que la vida es un ciclo que necesita devorarse a sí mismo para continuar evolucionando. De ahí que muchas personas, así como algunos animales, terminen suicidándose, dispuestos a comenzar de nuevo, la próxima vez limpios de error.

Hace muchas mañanas que Gabriel recogió el saco del armario despensa y abandonó la casa sin encender la luz. Afuera le aguardaba una lluvia de plata que le acompañó hasta bien inmerso en alta mar.

Cuando Carmen quiso abrazar el vacío de la parte derecha de su cama, se encontró sola con sus lágrimas. La lluvia, que regaba los encinares del patio, era su llanto pero no pudo salpicar el pecho de Gabriel. Él se había marchado, como tantas otras veces, aprovechando la complicidad de la luna. Carmen no sabía que jamás lo volvería a ver vivo. Quizá lo intuía. Lo cierto es que al sentirse sola se dio cuenta de que la había abandonado muchas noches atrás. En el pasado, a pesar de sus largas ausencias, Carmen se sintió arropada de modo que su eterna sensación de frío desapareció aún en las noches más gélidas. Intentó abrazarlo una vez más con los ojos cerrados recorriendo el camino hasta el puerto. El aire, y el perfume de Gabriel que lo impregnaba, se iba conmigo hacia el mar. Él, desde cubierta, ya se había mudado al sabor a algas. Carmen no intentó salir a su encuentro, hacía mucho tiempo que lo había perdido. Fue el día que se olvidó de la fecha exacta de su regreso. Quizá fue cuando ella se negó a irse de vacaciones a la montaña o tal vez fuera la ocasión en la que él pasó media noche en el bar antes de ni siquiera dejar los bultos en su casa tras muchas noches ausente.

Ahora el barco se alejaba para no volver a atracar cerca de casa en tres meses. Pasaron la primera semana sin ver tierra firme; apenas sacaron los bueyes de pesca una vez; el resto del tiempo, casi todo el día, lo empleaba Gabriel en dormir, mejor dicho en estar acostado. Los demás marineros roncaban y no les importaba que una cucaracha se colara por un camal del pantalón o que los ratones royeran la punta de sus botas; dormían como troncos, ¿qué más se podía hacer en aquella lata de sardinas en mitad del océano? Gabriel nunca había hecho otra cosa que no fuera salir a la mar. Se subió por primera vez a un barco con catorce años y desde entonces jamás le había abandonado el aroma a salitre.

Carmen empezó a comportarse desde el primer día de su ausencia como si hubiera enviudado. No sólo planchó su vestido negro y se lo puso con unos zapatos y un bolso a juego sino que además se desembarazó de toda la ropa de su marido. La gente del pueblo empezó a murmurar: Al principio, que había abortado, más tarde, que tenía un hermano en Argentina, al que se lo habían llevado alguna de las fiebres que se cogían nada más pisar América. En el mercado le preguntaban el motivo del luto y se quedaba muda, se marchaba sin despedirse y se perdía por las calles de vuelta a casa.
A dos meses del regreso al hogar, Gabriel sólo pensaba en la manera de no volver. Las ocasionales visitas al islote escocés en busca de alimentos frescos y algún momento de ocio en la taberna también le habían terminado por hartar. La cerveza apenas le servía para hincharle el vientre y ocasionarle un dolor de cabeza frío que terminaba con sus defensas. Uno de esos sábados le dijo a Jesús, el cocinero de abordo, que le esperaran en la taberna pues quería escribir una carta. Ni Jesús ni los otros insistieron en que saliera con el resto de la tripulación, ya que pensaron que tal vez así se desahogase lo suficiente para recuperar el buen ánimo que siempre había tenido. El capitán no le dio mayor importancia y ordenó a sus marinos que amarraran fuerte los cabos y se prepararan para armar la gorda.

Gabriel alzó la vista hacia el puente de mando y vio que allí no quedaba nadie. Se dirigió a la cabina y encendió una tenue luz que colgaba del camastro del capitán; encendió el ordenador donde se guardaban las rutas y activó la carta que habría de guiarlos desde los mares del Norte hacia el Cantábrico. La intentó modificar para que la misma carta los condujera más allá del Atlántico, hacia América. En plena tarea de remodelación se quedó a oscuras, ni la pantalla, ni la triste bombilla, ni la luna le dejaban ver nada. Todo el barco se había sumido en la oscuridad. Ya en el puente, buscó asustado al espía que le había provocado la ceguera.

Soplaba este viento con fiereza, no de rabia interior (eso es asunto de hombres), sino por mi naturaleza y le obligué a bajar las escaleras hacia la cubierta inferior a tientas. No fui yo, el miedo lo precipitó al vacío, cayó sobre un montón de aparejos que no habrían estado allí si los hubieran colocado en su sitio. Aquel descuido le salvó la vida. El trabajo que Gabriel había olvidado realizar había amortiguado el golpe. El hombre se desvaneció al contacto con el material rugoso. Por fin descansaba. De pronto me volví cálido desde el Mar de Baffin hasta el Golfo de Vizcaya. Aparté la lluvia tenue de su cuerpo y desperté a Carmen, que se encontró sudando en pleno marzo, se libró de las mantas que la aprisionaban, sonrió y cerró los ojos. A muchas millas de distancia, Jesús, el cocinero de abordo, que no gustaba de emborracharse, hizo un ademán de salir a la calle para buscar refugio al humo de los cigarros y al griterío. Pese a la llovizna vio que la temperatura era cálida y se acordó de Gabriel, a quien habían dejado en la litera hacía ya mas de una hora. Volvió a entrar en la taberna y lo hizo despacio, de manera que algunos hombres sintieron, por primera vez y pese a haber ingerido gran cantidad de whisky, una fuerza térmica que les devolvía a la vida… Jesús vio aproximarse al capitán.
¿Qué pasa?
Voy a acercarme a ver qué le ocurre a Gabriel; ya hace tiempo que tendría que haberse dejado ver por aquí.
Ve, pero antes dime, ¿hace mucho frío en la calle?
Venga conmigo.

Los dos marineros salieron y se quedaron mirándose como si hubieran visto un fantasma. Sólo en una travesía que le llevara a aguas de Sierra Leona habían sentido las sienes del capitán un viento tan cálido. Jesús no había sido consciente de lo excepcional del hecho hasta que se fijó en el rostro de su superior.
Hijo, ve a ver qué le pasa a Gabriel, pero no le digas nada a los demás, necesitan divertirse…
Descuide, mi capitán.

Jesús tomó el camino de la playa hasta el puerto. Le sorprendió ver tanta oscuridad en torno al barco pese a que la noche se había cerrado cada vez más. Subió al compartimiento de las literas y llamó a Gabriel sin obtener respuesta. La oscuridad perturbada sólo por los crujidos de la madera le sobrecogió. Allí no estaba Gabriel; tanto vacío no podía albergar la respiración de un ser humano. De pie, con los codos hundidos en un colchón cualquiera, sintió mucho frío. Abrí la puerta de golpe, repartí mi gélida esencia por toda la sala, choqué contra el rostro de Jesús; por el cogote, de frente, contra las orejas, todo su ser zarandeado por la energía invisible de este viento. Jesús no recuperaba el aliento y salió en busca del calor del mar. También hacía frío, aunque mi reposo distante le permitía por fin inspirar el aire sin ahogarse. Las luces volvieron a alumbrar la cubierta; un halo de vapor surgió de entre aparejos y cubos viejos. Jesús encontró a Gabriel, inconsciente, pero con el pulso en su sitio. Por la posición de las piernas y los brazos y la cercanía a la escala, estaba claro que había caído. ¿Le habrían atacado? ¿Para qué querría ir si no al puente de mando?

A los tres días de aquel incidente le dieron el alta en el Hospital. Lo habían llevado en helicóptero y el regreso lo realizó en avioneta. No se acordaba de nada. En pocos meses recuperaría la memoria. No hubo tiempo para tanto y la verdad se quedó con el único superviviente del naufragio: Gabriel. El capitán había decidido cargar los datos anteriores al apagón para evitar sorpresas. Era su primer viaje por esa ruta. Cuando se percató de que se estaban yendo demasiado hacia el oeste, el islote de Rockwall se cruzó con su nave. El destino y el soplo de un viento enfurecido quisieron que Gabriel se encontrara en el bote pescando en el momento en el que el barco se fuera a pique. El oleaje salvaje que se levantó a continuación le impidió rescatar al resto de sus compañeros. El barco se hundió como si nunca antes hubiera flotado. Gabriel gritó con todas sus fuerzas para demostrarse en voz alta que él no era responsable de lo que estaba ocurriendo delante de sus ojos. Mientras veía los últimos recovecos del buque intentando emerger como delfines, se acordó de que tenía una esposa en un pueblo español, pero también la recordó y la odió aún más por eso, porque no quería regresar a su lado. Se durmió en el bote cuando el mar ya se había tragado a sus compañeros en una mortaja metálica, y soplé hasta que las corrientes marinas se encargaron del náufrago. Lo condujeron durante semanas por las aguas más oscuras, las más apacibles, en cuyo interior se agolpaban tropeles de peces en pos de un anzuelo que los anclara en tierra. Unas piedrecillas mezcladas con arena eran el único referente terrestre de Gabriel en su zozobra. Las noches eran cantos de sirenas desnudas que lo animaban a seguir huyendo en busca de la invisibilidad.

La noticia del naufragio llegó a oídos de Carmen; un domingo por la mañana se había levantado temprano para ir a un bautizo y asistió al funeral de su marido. El resto de mujeres, las que pudieron soportar tan macabra exhibición de sentimientos, evitaron sentarse junto a Carmen; para ellas portaba el germen del mal desde que había anunciado con su luto prematuro la desgracia que acababa de suceder. Al lado de la viuda de Gabriel se sentó Marcial, un cartero cojo de la pierna izquierda desde que contrajera unas fiebres a los ocho años. Marcial fue el único que, o bien no se percató del gafe diabólico de Carmen, o, en cambio, no vio ninguna malignidad en su belleza marchita. Justo al año siguiente se casaron.
Gabriel nunca llegó a ver América ni ningún otro continente, una espina de pez ardiente como el sable del Ángel Caído le cortó la respiración. Las corrientes marinas se olvidaron de él y el mar lo engulló.

Unos tres años más tarde, Carmen intentaba adivinar en el horizonte señales de humo de su amado Gabriel. La arena de la playa quemaba sus pies descalzos. Me acerque cálido a la orilla en la que Carmen se retiraba el sudor del rostro sin apartar la vista del final de las olas. En forma de brisa abrasadora, destruyendo el mes de diciembre, le limpié las lágrimas de los ojos mientras se acercaba mi regalo: Gabriel. En un trono de espuma se balanceaba un cadáver mordido, picoteado y podrido. Pero Carmen vio un cuerpo de niño, la ternura de su primer amor, el que debía ser el último, no sólo el primero. Se descalzó y lo acercó a la arena húmeda; al principio no supo qué hacer con la masa inerte de Gabriel, quizás debía dar parte a las autoridades, pero aquellos incrédulos y mezquinos no habían entendido su sufrimiento ni su matrimonio ni nada. Ella estaba segura de que su niño volvería en sí para quererla como hombre y, entonces, ¿qué dirían los demás? ¿La seguirían tratando como a una loca?

Como eran muchos los días de lluvia, Carmen tenía una cueva secreta donde se guarnecía del mal tiempo y contemplaba fotografías viejas a la luz nueva de una linterna. No le resultó fácil llevarlo hasta allí, ese cuerpo dormido del hijo que nunca había tenido, del padre que un día desapareció. Lo recostó sobre la roca más plana y salió de la cueva; había pensado en volver a casa a buscarle una manta para protegerlo del frío y la humedad. Antes de abandonar a Gabriel tapó la entrada con montones de piedras, con tanto afán que parecía obra de la naturaleza.

Al llegar a casa le esperaba una sorpresa: su marido y unos amigos la esperaban entonando una canción de cumpleaños. Aquella tarde la pasó entre tragos y risas con los suyos. Se olvidó de Gabriel, estaba eufórica, empapada del calor de la gente que la quería. Para ser justos, faltaban las enfermeras y la psiquiatra que la habían arrancado de la locura un año antes. Era feliz y tampoco se acordó de su ausencia.
Al día siguiente Marcial se la llevó con el coche a un lugar desconocido, otra sorpresa. La música de Silvio Rodríguez, la que más le gustaba y las caricias de su marido la acompañaron en un viaje muy dulce. Llegaron a un balneario perdido entre cumbres nevadas. Era precioso, pero lo que más le gustó fue la habitación y su techo azul celeste. Alrededor fluía un riachuelo que desde la ventana se mostraba sereno, de plata, y desde el balcón se lanzaba como una serpentina para perderse en un río mayor. Pasaron cinco días maravillosos de cuidados, sonrisas y gestos de amor que la obligaron a decir gracias a la vida en cada comida, cada atardecer, cada mañana.
Un lunes, muy temprano, Carmen cayó en la cuenta de que estaba sola otra vez. Marcial tenía que repartir el correo urgente del viernes anterior, cuando había acompañado a Carmen a la revisión mensual con la psiquiatra. Desde las seis había dejado un hueco en la cama de su esposa. No la había despertado con un beso, ni le había preparado el desayuno ni siquiera le había dejado una nota de amor. Entonces sintió que el miedo se apoderaba de ella y luego derramó una lágrima. Había abandonado a Gabriel hacía casi un mes, cuando le legó como un regalo del Cielo. Tuvo mucho frío. Se vistió con un jersey negro y un pantalón del mismo color. Se peinó con moño y se pintó un poco los labios, como más le gustaba a Gabriel. Sin echar la llave, como hacía siempre, dio un portazo y corrió hacia la playa. El mar andaba revuelto, el cielo negro; me presenté ligero pero frío, como un día de diciembre cualquiera. La entrada a la cueva apenas se distinguía del resto del muro de roca. Intentó liberar la apertura de la gruta con urgencia, rascando con las uñas, gritando entre dientes a las piedras. Cuando ya casi había descubierto el hueco, sintió mi soplo en el cuello y luego en la espalda. Suspiró y miró serena el resto de piedras que le quedaban por quitar. Olisqueó algo que no le convencía o no le gustaba a decir por su movimiento de nariz. Se echó atrás sin acabar de dar el paso. Suspiró y terminó de abrir la oquedad. Un manto de luz en forma de araña iluminó el interior de la cueva: Sobre el lecho rocoso sólo vio huesos, montones de huesos de un esqueleto putrefacto, asqueroso, muerto, sangre de la roca y alimento de los recovecos mojados.

Aquella mañana derramó más lágrimas que el mar pudo engullir, y, aunque años después, la vida no le fue todo lo bien que ansió cuando niña; al menos, es cierto que jamás volvió a llorar por Gabriel.