lunes, 22 de febrero de 2010

La alianza de la sangre

Qué difícil lo tuve para mostrarme impasible ante las advertencias de mi mujer. “Javier, este chico va a salir del armario el día menos pensado”. Así estuvo tres o cuatro meses. Obviamente, a mí no me interesaba debatir el tema sobre la condición de nuestro hijo Javi. Como comercial del ramo sanitario que soy, me las compuse bien para librarme de la charla alrededor de la mesa redonda de la cocina. Para lograrlo sólo tuve que apelar al derecho a la intimidad. Al principio, iba sorteando los obstáculos como un ciego en los 200 metros valla. Muchas veces me llevaba por delante incluso las líneas de la pista hasta que conseguí convencerme de que aquel asunto distaba poco de mis problemas (iniciales) de conciencia en cuanto a la donación de órganos. En los casos en los que me tocaba mandar un equipo a un hospital de dudosa ética para recoger, digamos, un riñón; siempre me decía a mí mismo: vamos a salvar una vida. Las primeras veces no funcionaba, e incluso notaba cierta animadversión a mis jefes, pero pronto aquel mensaje, casi un mantra, se instaló en mi cerebro. Lo importante es que voy a ayudar a salvar una vida. De dónde proceden el hígado o la córnea, a mí no me interesa.

Relacionando mi experiencia profesional, supe domar el toro salvaje y hacer que el problema se desvaneciera. O eso creía. Cuando menos me lo esperaba, Javi decidió ventilar su armario en las narices de su padre. Mi mujer se había ido de compras a París con unas amigas, y se suponía que yo tenía muchísimo trabajo, aunque la realidad es que había quedado con mis amigos del club para ver un Barcelona Real Madrid en mi casa. Todo estaba bien atado. Javi se quedaría en casa de un amigo del instituto. Sin embargo, el plan empezó a torcerse desde el justo momento en el que lo vi entrar en la cocina apesadumbrado. Yo estaba leyendo el periódico, sección de economía, en la mesa redonda. Hacía un sol espléndido y por eso había corrido las cortinas. Tanta luz me molestaba al leer los diminutos números de las tablas de los índices bursátiles. Todo iba bien, decía, hasta que vi a Javi con el pelo enmarañado, los ojos legañosos, dos enormes ojeras. Entonces, levanté la vista del diario y la cagué. Así, con todas las letras. Le pregunté: “¿Qué te pasa, hijo?”. Es lo último que uno debe hacer con un hijo adolescente. Antes es preferible donarlo a la ciencia o enviarlo a buscar pozos de agua en Marte. En serio, todo padre debería saberlo. Si a un adolescente le preguntas qué le pasa y detecta que estás preocupado, te traspasa el problema, porque hay otra máxima: los adolescentes siempre tienen problemas. Y una tercera: siempre son más graves que los de la gente de su alrededor.

Con tan temible panorama por delante, aunque no era del todo consciente —y de ahí mi sonrisa de papá bueno—, invité a mi hijo a sentarse junto a mí con un gesto. Retirarle la silla y levantar la vista del diario eran dos acciones que había borrado, por ejemplo, del ritual de los desayunos con mi mujer. Pero ésa es otra historia.

Allí estábamos los dos, padre e hijo. Dos Javieres ocultándonos del luminoso día para compartir un momento íntimo. La vanidad de ser padre. Uno se cree San Francisco con los animalitos del bosque. Yo había lanzado la pregunta, preocupado, pero no sabía que me iba a abrir el armario. Pensaba, ingenuo de mí, que despotricaría contra algún profesor o que me pediría dinero para un macroconcierto. Sin embargo, me disparó en la frente.

“Papá, necesito contártelo”. Las alarmas más secretas de mi sesera se dispararon al unísono. Me dolían los tímpanos, un sabor amargo inundó mi garganta y empezó a picarme la mano derecha. El niño, para colmo, mal educado por su madre, no esperó a que yo le diera paso. Simplemente, habló, y no tardó en confesarme que él era diferente a sus compañeros de clase. Dieciséis años, pensé para tranquilizarme; ya se está haciendo un hombre. Autoengaños para ganar tiempo, pero que me sirvieron. “¿Te imaginas de qué te hablo, no? Es que para mí es un palo”. “Por supuesto”, le respondí. Claro que lo sabía. Entonces, lo miré a los ojos: estaba a punto de llorar. Con todas las ganas que tenía de escabullirme, no fui capaz de hacerlo. Peligraba la armonía familiar e incluso el partido de fútbol con los amigos que habíamos pactado desde el comienzo de la liga, en septiembre. Ya sé que ahora parece un motivo insignificante, pero necesitaba aquel momento de relax. Las cosas no iban tan bien en la compañía como quería hacer aparentar. Yo mismo atravesaba una etapa de recelo por mi condición de “diferente”. Quizá fue eso lo que me hizo abrirme a mi hijo.

Por supuesto, antes de hablarle con el corazón, me intenté salir por la mediana de aquella autopista en la que íbamos a entrar. Sin embargo, la humedad en los ojos de Javi me hicieron volver a la mesa (fingía mirar algo en la nevera cuando de reojo lo volví a contemplar).

Ya está, me dije. Es el momento de la verdad. Con la determinación de un padre que conocía la experiencia de su hijo, me senté de nuevo en la mesa (esta vez mucho más cerca de Javi), le levanté el rostro para obligarlo a mirarme a los ojos y le dije: “ésta es mi historia. Puede que te ayude, puede que también sea la tuya”. Ante tal revelación, no me esperaba menos, mi hijo se emocionó y dejó soltar una lágrima al tiempo que esbozaba una sonrisa. Ya, sin marcha atrás posible, le conté este relato, más o menos verídico. Mejor dicho, era la verdad, aunque con un pelín de autocensura por aquello del pudor.

Yo no sé tú, pero en el fondo siempre sospeché la verdad: que era diferente. Sin embargo, hace treinta años la sociedad era bien distinta. Casi todo constituía un tabú. Ser diferente, por supuesto, entraba dentro de lo prohibido. Sin embargo, la naturaleza humana siempre acaba desbordando a la persona —por eso le explicaba aquello en el fondo— y cuando estaba en el último año de la universidad, un compañero se acercó a mí para hablarme justo antes de un examen.

Aquello era algo insólito. Alejandro, todavía y desde entonces es mi amigo, definía a la perfección el término de bicho raro. No se relacionaba con nadie, y el hecho de que me preguntara directamente si me apetecía escaquearme de la cena de fin de curso me sorprendió. Precisamente, aquel acto protocolario con unos compañeros a los que consideraba bastante parias e hipócritas me estaba ocasionando bastantes quebraderos de cabeza. Ya sabes que a tu padre se le presentan los mismos síntomas cada vez que se estresa. Pues ya me pasaba a los veinte años. El mismo dolor en los tímpanos, en fin, todo igual que ahora. La novedad llegó justo en aquel momento. Gracias a Alejandro sabía a qué se debía el malestar de los últimos días. Por eso me cayó simpático y le di cancha, como se dice ahora, para que me propusiera su plan alternativo.

En efecto, así lo hizo. Me propuso, quitándose unas gafas oscuras idénticas a las mías, que me pasara por el club Blues en cuanto anocheciera el mismo viernes de la cena. Tuve pocas dudas, la verdad. Así que me llevé la tarjeta al bolsillo y, misteriosamente, todos mis males se esfumaron y me salió un examen de p m (ya sé que suena ridículo, pero he evitado siempre los tacos con mi hijo).

Unas horas antes de salir hacia el club me volvieron los dolores de costumbre. Me encontraba nervioso y no me decidía ni siquiera a vestirme de un color u otro. Recuerdo, ostras lo había olvidado, que mi padre, que nunca se metía en esos temas, me dijo que la camisa negra me quedaba bien. Cómo he podido olvidarlo. Ahora entiendo cómo salí de aquel momento de duda. Lo siguiente fue mentir. En aquellos tiempos... “vale, papá, ese rollo ya me lo sé”, me interrumpió Javi. Está bien, (le sonreí porque tenía razón), sigo contando.

Me costó un poco encontrar el local. Parecía un garito de mala muerte y si el neón de la entrada hubiese sido rojo en lugar de azul, habría pensado que estaba entrando en un puticlub. Sin embargo, pasé el control de la doble entrada: un tipo enorme, entre las dos puertas, que me pidió el carné, y luego vi que, aparte de la oscuridad, aquel club era de lo más normal. Música moderna, chicos y chicas, algunos bailando, otros sentados en banquetas de madera junto a las paredes también de cerezo. En fin, se parecía bastante a los pubs irlandeses, pero sin tanta parafernalia ni televisiones ni guiris borrachos.

“¿Y qué pasó?” (Javi estaba impaciente y yo me iba por las ramas con los detalles, porque estaba reviviendo el momento). Pues pasó que vi a Alejandro en la barra y me acerqué a él. Apenas eran las nueve, pero no había comido nada desde la una, y tenía hambre, así que me llamó la atención el batido que sostenía entre las manos. Lo estaba sorbiendo con una pajita, una novedad por entonces, y parecía disfrutar del líquido viscoso rojo. Nos saludamos como si nos hubiésemos visto allí mismo la noche anterior y el tipo sonrió ante mi pregunta. Es difícil de explicar por qué, pero me parecía otro: se le veía más vivo que en clase, con su palidez y gesto amargado. Le volví a preguntar qué estaba bebiendo y me devolvió una sonrisa y seguidamente se rió. ¿Tu qué crees?, me dijo. No le respondí, porque no sabía si estaba obligado a saber la respuesta y tenía miedo de hacer el ridículo. Él me vio un poco avergonzado y no se le ocurrió otra cosa que invitarme a lo mismo.

Me gustó su espontaneidad y acepté de buen grado la invitación. Mientras el camarero me preparaba aquel batido o zumo, no sabía bien qué era, intentaba adivinar el contenido al mirar de reojo el vaso de Alejandro. En aquellos instantes me estaba felicitando por mi valentía. Antes no se decía salir del armario como se dice ahora, hijo. Creo que usó la expresión “mostrarse al mundo”. Mi hijo dio un respingo tremendo. Casi se cayó hacia atrás con la silla pegada a la espalda. Me sorprendió que no me hubiese captado hasta ese momento. Di por hecho que iba descifrando cada uno de mis mensajes en clave. Pero puede que me equivocara.

Intenté que el silencio hiciera su trabajo. Mi hijo se tranquilizó un poco. Seguramente más que yo y me pidió que continuara. ¿Seguro?, le pregunté. “Sí, papá, es muy importante para mí”. Y seguí, qué otra cosa iba a hacer.
Pues como te comentaba, Alejandro se esforzaba en que me sintiera bien y una muestra de ello es que miraba para otro lado y se preocupa por disimular que no veía mis reacciones espasmódicas ante cualquier persona que asomara la cara por el local. Por no hablar del barrido que le hice a su indumentaria, impecable, pero oscura y, en aquella época, transgresora por su corte un tanto gótico.

Entonces, llegó mi batido. Me quedé mirando el contenido y no logré adivinarlo. Aquello podría ser muy bien granadina, zumo de fresa, arándanos... No tenía ni idea. Removí la pajita, pero aquello no me ayudó. Alejandro parecía divertido y yo no quería hacer el ridículo pareciendo un mojigato, así que sorbí de la pajita aquel brebaje extraño. Como te puedes imaginar, era sangre. Al principio, pensé que vomitaría al instante, pero ante mi primer rechazo, Alejandro me ayudó a bajar la cabeza con las manos y seguí chupando. Me lo bebí todo de golpe y me sentí, hijo, mejor que nunca en la vida. (Emocionado por mi propia elocuencia, no vi el gesto de asco en la cara de Javi hasta segundos más tarde). Luego, pasar al cuarto oscuro y enchufarme a la pipa de sangre fue un placer inexplicable. Antes como ahora, teníamos prohibida la sangre humana, así que ya entonces disfrutábamos del mismo preparado a partir de sangre de animal y unos compuestos químicos que a nosotros nos sirven para ser felices, pero por desgracia no dan resultados positivos en las transfusiones. (Ya mi hijo parecía totalmente decepcionado). ¿Qué ocurre, Javi? Papá, muy bonita la fábula, pero me esperaba otra cosa de ti. ¿Qué quieres decir? Pues, se levantó muy enfadado, que no te diferencias de mamá ni del resto de la gente. No quieres ver lo que hay delante de tus narices y te inventas cuentos para... yo qué sé. Y se fue de la cocina cabreadísimo.

En aquel momento, no entendí nada. Se lo había explicado desde la sinceridad y sin embargo, se lo había tomado fatal. De nuevo recurrí a mi positivismo de siempre y pensé que, como en efecto sucedió, Javi me dejaría la casa libre para ver el partido y, seguramente, no querría hablar nunca más del tema conmigo. A fin de cuentas, yo también había tenido que bregar solo con mi salida del armario y, a día de hoy, poca gente más que mis amigos íntimos, la gente del club y mi hijo, sabían la verdad. Por eso, me relajé convencido de que había hecho lo correcto, llevé la taza de café al fregadero y saqué una dosis del sucedáneo sanguíneo del doble fondo de la nevera. Después del batido, pasaría el día durmiendo hasta que llegaran mis invitados. El partido era lo de menos. Fumar la pipa de sangre en mi propia casa con mis verdaderos amigos bien valía el enfado de mi hijo.

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