lunes, 22 de febrero de 2010

La mirada del viento

Puede parecer fácil narrar un hecho cuando se está en cualquier parte, se escucha y se ve todo, sin suscitar sospechas. Ese razonamiento está a la altura de cualquier necio. No entienden que a menudo lo más complicado está en saber qué se oculta tras lo visible, lo tangible, lo sonoro. Soy la voz del viento, siempre me presento donde quiera que el aire necesite renovarse. He asistido a otras historias que como ésta, han encerrado la verdad absoluta en un enigma absurdo: la muerte como génesis. Es frecuente que muera una estrella para formar planetas: en el fondo los astros, como las personas, saben que la vida es un ciclo que necesita devorarse a sí mismo para continuar evolucionando. De ahí que muchas personas, así como algunos animales, terminen suicidándose, dispuestos a comenzar de nuevo, la próxima vez limpios de error.

Hace muchas mañanas que Gabriel recogió el saco del armario despensa y abandonó la casa sin encender la luz. Afuera le aguardaba una lluvia de plata que le acompañó hasta bien inmerso en alta mar.

Cuando Carmen quiso abrazar el vacío de la parte derecha de su cama, se encontró sola con sus lágrimas. La lluvia, que regaba los encinares del patio, era su llanto pero no pudo salpicar el pecho de Gabriel. Él se había marchado, como tantas otras veces, aprovechando la complicidad de la luna. Carmen no sabía que jamás lo volvería a ver vivo. Quizá lo intuía. Lo cierto es que al sentirse sola se dio cuenta de que la había abandonado muchas noches atrás. En el pasado, a pesar de sus largas ausencias, Carmen se sintió arropada de modo que su eterna sensación de frío desapareció aún en las noches más gélidas. Intentó abrazarlo una vez más con los ojos cerrados recorriendo el camino hasta el puerto. El aire, y el perfume de Gabriel que lo impregnaba, se iba conmigo hacia el mar. Él, desde cubierta, ya se había mudado al sabor a algas. Carmen no intentó salir a su encuentro, hacía mucho tiempo que lo había perdido. Fue el día que se olvidó de la fecha exacta de su regreso. Quizá fue cuando ella se negó a irse de vacaciones a la montaña o tal vez fuera la ocasión en la que él pasó media noche en el bar antes de ni siquiera dejar los bultos en su casa tras muchas noches ausente.

Ahora el barco se alejaba para no volver a atracar cerca de casa en tres meses. Pasaron la primera semana sin ver tierra firme; apenas sacaron los bueyes de pesca una vez; el resto del tiempo, casi todo el día, lo empleaba Gabriel en dormir, mejor dicho en estar acostado. Los demás marineros roncaban y no les importaba que una cucaracha se colara por un camal del pantalón o que los ratones royeran la punta de sus botas; dormían como troncos, ¿qué más se podía hacer en aquella lata de sardinas en mitad del océano? Gabriel nunca había hecho otra cosa que no fuera salir a la mar. Se subió por primera vez a un barco con catorce años y desde entonces jamás le había abandonado el aroma a salitre.

Carmen empezó a comportarse desde el primer día de su ausencia como si hubiera enviudado. No sólo planchó su vestido negro y se lo puso con unos zapatos y un bolso a juego sino que además se desembarazó de toda la ropa de su marido. La gente del pueblo empezó a murmurar: Al principio, que había abortado, más tarde, que tenía un hermano en Argentina, al que se lo habían llevado alguna de las fiebres que se cogían nada más pisar América. En el mercado le preguntaban el motivo del luto y se quedaba muda, se marchaba sin despedirse y se perdía por las calles de vuelta a casa.
A dos meses del regreso al hogar, Gabriel sólo pensaba en la manera de no volver. Las ocasionales visitas al islote escocés en busca de alimentos frescos y algún momento de ocio en la taberna también le habían terminado por hartar. La cerveza apenas le servía para hincharle el vientre y ocasionarle un dolor de cabeza frío que terminaba con sus defensas. Uno de esos sábados le dijo a Jesús, el cocinero de abordo, que le esperaran en la taberna pues quería escribir una carta. Ni Jesús ni los otros insistieron en que saliera con el resto de la tripulación, ya que pensaron que tal vez así se desahogase lo suficiente para recuperar el buen ánimo que siempre había tenido. El capitán no le dio mayor importancia y ordenó a sus marinos que amarraran fuerte los cabos y se prepararan para armar la gorda.

Gabriel alzó la vista hacia el puente de mando y vio que allí no quedaba nadie. Se dirigió a la cabina y encendió una tenue luz que colgaba del camastro del capitán; encendió el ordenador donde se guardaban las rutas y activó la carta que habría de guiarlos desde los mares del Norte hacia el Cantábrico. La intentó modificar para que la misma carta los condujera más allá del Atlántico, hacia América. En plena tarea de remodelación se quedó a oscuras, ni la pantalla, ni la triste bombilla, ni la luna le dejaban ver nada. Todo el barco se había sumido en la oscuridad. Ya en el puente, buscó asustado al espía que le había provocado la ceguera.

Soplaba este viento con fiereza, no de rabia interior (eso es asunto de hombres), sino por mi naturaleza y le obligué a bajar las escaleras hacia la cubierta inferior a tientas. No fui yo, el miedo lo precipitó al vacío, cayó sobre un montón de aparejos que no habrían estado allí si los hubieran colocado en su sitio. Aquel descuido le salvó la vida. El trabajo que Gabriel había olvidado realizar había amortiguado el golpe. El hombre se desvaneció al contacto con el material rugoso. Por fin descansaba. De pronto me volví cálido desde el Mar de Baffin hasta el Golfo de Vizcaya. Aparté la lluvia tenue de su cuerpo y desperté a Carmen, que se encontró sudando en pleno marzo, se libró de las mantas que la aprisionaban, sonrió y cerró los ojos. A muchas millas de distancia, Jesús, el cocinero de abordo, que no gustaba de emborracharse, hizo un ademán de salir a la calle para buscar refugio al humo de los cigarros y al griterío. Pese a la llovizna vio que la temperatura era cálida y se acordó de Gabriel, a quien habían dejado en la litera hacía ya mas de una hora. Volvió a entrar en la taberna y lo hizo despacio, de manera que algunos hombres sintieron, por primera vez y pese a haber ingerido gran cantidad de whisky, una fuerza térmica que les devolvía a la vida… Jesús vio aproximarse al capitán.
¿Qué pasa?
Voy a acercarme a ver qué le ocurre a Gabriel; ya hace tiempo que tendría que haberse dejado ver por aquí.
Ve, pero antes dime, ¿hace mucho frío en la calle?
Venga conmigo.

Los dos marineros salieron y se quedaron mirándose como si hubieran visto un fantasma. Sólo en una travesía que le llevara a aguas de Sierra Leona habían sentido las sienes del capitán un viento tan cálido. Jesús no había sido consciente de lo excepcional del hecho hasta que se fijó en el rostro de su superior.
Hijo, ve a ver qué le pasa a Gabriel, pero no le digas nada a los demás, necesitan divertirse…
Descuide, mi capitán.

Jesús tomó el camino de la playa hasta el puerto. Le sorprendió ver tanta oscuridad en torno al barco pese a que la noche se había cerrado cada vez más. Subió al compartimiento de las literas y llamó a Gabriel sin obtener respuesta. La oscuridad perturbada sólo por los crujidos de la madera le sobrecogió. Allí no estaba Gabriel; tanto vacío no podía albergar la respiración de un ser humano. De pie, con los codos hundidos en un colchón cualquiera, sintió mucho frío. Abrí la puerta de golpe, repartí mi gélida esencia por toda la sala, choqué contra el rostro de Jesús; por el cogote, de frente, contra las orejas, todo su ser zarandeado por la energía invisible de este viento. Jesús no recuperaba el aliento y salió en busca del calor del mar. También hacía frío, aunque mi reposo distante le permitía por fin inspirar el aire sin ahogarse. Las luces volvieron a alumbrar la cubierta; un halo de vapor surgió de entre aparejos y cubos viejos. Jesús encontró a Gabriel, inconsciente, pero con el pulso en su sitio. Por la posición de las piernas y los brazos y la cercanía a la escala, estaba claro que había caído. ¿Le habrían atacado? ¿Para qué querría ir si no al puente de mando?

A los tres días de aquel incidente le dieron el alta en el Hospital. Lo habían llevado en helicóptero y el regreso lo realizó en avioneta. No se acordaba de nada. En pocos meses recuperaría la memoria. No hubo tiempo para tanto y la verdad se quedó con el único superviviente del naufragio: Gabriel. El capitán había decidido cargar los datos anteriores al apagón para evitar sorpresas. Era su primer viaje por esa ruta. Cuando se percató de que se estaban yendo demasiado hacia el oeste, el islote de Rockwall se cruzó con su nave. El destino y el soplo de un viento enfurecido quisieron que Gabriel se encontrara en el bote pescando en el momento en el que el barco se fuera a pique. El oleaje salvaje que se levantó a continuación le impidió rescatar al resto de sus compañeros. El barco se hundió como si nunca antes hubiera flotado. Gabriel gritó con todas sus fuerzas para demostrarse en voz alta que él no era responsable de lo que estaba ocurriendo delante de sus ojos. Mientras veía los últimos recovecos del buque intentando emerger como delfines, se acordó de que tenía una esposa en un pueblo español, pero también la recordó y la odió aún más por eso, porque no quería regresar a su lado. Se durmió en el bote cuando el mar ya se había tragado a sus compañeros en una mortaja metálica, y soplé hasta que las corrientes marinas se encargaron del náufrago. Lo condujeron durante semanas por las aguas más oscuras, las más apacibles, en cuyo interior se agolpaban tropeles de peces en pos de un anzuelo que los anclara en tierra. Unas piedrecillas mezcladas con arena eran el único referente terrestre de Gabriel en su zozobra. Las noches eran cantos de sirenas desnudas que lo animaban a seguir huyendo en busca de la invisibilidad.

La noticia del naufragio llegó a oídos de Carmen; un domingo por la mañana se había levantado temprano para ir a un bautizo y asistió al funeral de su marido. El resto de mujeres, las que pudieron soportar tan macabra exhibición de sentimientos, evitaron sentarse junto a Carmen; para ellas portaba el germen del mal desde que había anunciado con su luto prematuro la desgracia que acababa de suceder. Al lado de la viuda de Gabriel se sentó Marcial, un cartero cojo de la pierna izquierda desde que contrajera unas fiebres a los ocho años. Marcial fue el único que, o bien no se percató del gafe diabólico de Carmen, o, en cambio, no vio ninguna malignidad en su belleza marchita. Justo al año siguiente se casaron.
Gabriel nunca llegó a ver América ni ningún otro continente, una espina de pez ardiente como el sable del Ángel Caído le cortó la respiración. Las corrientes marinas se olvidaron de él y el mar lo engulló.

Unos tres años más tarde, Carmen intentaba adivinar en el horizonte señales de humo de su amado Gabriel. La arena de la playa quemaba sus pies descalzos. Me acerque cálido a la orilla en la que Carmen se retiraba el sudor del rostro sin apartar la vista del final de las olas. En forma de brisa abrasadora, destruyendo el mes de diciembre, le limpié las lágrimas de los ojos mientras se acercaba mi regalo: Gabriel. En un trono de espuma se balanceaba un cadáver mordido, picoteado y podrido. Pero Carmen vio un cuerpo de niño, la ternura de su primer amor, el que debía ser el último, no sólo el primero. Se descalzó y lo acercó a la arena húmeda; al principio no supo qué hacer con la masa inerte de Gabriel, quizás debía dar parte a las autoridades, pero aquellos incrédulos y mezquinos no habían entendido su sufrimiento ni su matrimonio ni nada. Ella estaba segura de que su niño volvería en sí para quererla como hombre y, entonces, ¿qué dirían los demás? ¿La seguirían tratando como a una loca?

Como eran muchos los días de lluvia, Carmen tenía una cueva secreta donde se guarnecía del mal tiempo y contemplaba fotografías viejas a la luz nueva de una linterna. No le resultó fácil llevarlo hasta allí, ese cuerpo dormido del hijo que nunca había tenido, del padre que un día desapareció. Lo recostó sobre la roca más plana y salió de la cueva; había pensado en volver a casa a buscarle una manta para protegerlo del frío y la humedad. Antes de abandonar a Gabriel tapó la entrada con montones de piedras, con tanto afán que parecía obra de la naturaleza.

Al llegar a casa le esperaba una sorpresa: su marido y unos amigos la esperaban entonando una canción de cumpleaños. Aquella tarde la pasó entre tragos y risas con los suyos. Se olvidó de Gabriel, estaba eufórica, empapada del calor de la gente que la quería. Para ser justos, faltaban las enfermeras y la psiquiatra que la habían arrancado de la locura un año antes. Era feliz y tampoco se acordó de su ausencia.
Al día siguiente Marcial se la llevó con el coche a un lugar desconocido, otra sorpresa. La música de Silvio Rodríguez, la que más le gustaba y las caricias de su marido la acompañaron en un viaje muy dulce. Llegaron a un balneario perdido entre cumbres nevadas. Era precioso, pero lo que más le gustó fue la habitación y su techo azul celeste. Alrededor fluía un riachuelo que desde la ventana se mostraba sereno, de plata, y desde el balcón se lanzaba como una serpentina para perderse en un río mayor. Pasaron cinco días maravillosos de cuidados, sonrisas y gestos de amor que la obligaron a decir gracias a la vida en cada comida, cada atardecer, cada mañana.
Un lunes, muy temprano, Carmen cayó en la cuenta de que estaba sola otra vez. Marcial tenía que repartir el correo urgente del viernes anterior, cuando había acompañado a Carmen a la revisión mensual con la psiquiatra. Desde las seis había dejado un hueco en la cama de su esposa. No la había despertado con un beso, ni le había preparado el desayuno ni siquiera le había dejado una nota de amor. Entonces sintió que el miedo se apoderaba de ella y luego derramó una lágrima. Había abandonado a Gabriel hacía casi un mes, cuando le legó como un regalo del Cielo. Tuvo mucho frío. Se vistió con un jersey negro y un pantalón del mismo color. Se peinó con moño y se pintó un poco los labios, como más le gustaba a Gabriel. Sin echar la llave, como hacía siempre, dio un portazo y corrió hacia la playa. El mar andaba revuelto, el cielo negro; me presenté ligero pero frío, como un día de diciembre cualquiera. La entrada a la cueva apenas se distinguía del resto del muro de roca. Intentó liberar la apertura de la gruta con urgencia, rascando con las uñas, gritando entre dientes a las piedras. Cuando ya casi había descubierto el hueco, sintió mi soplo en el cuello y luego en la espalda. Suspiró y miró serena el resto de piedras que le quedaban por quitar. Olisqueó algo que no le convencía o no le gustaba a decir por su movimiento de nariz. Se echó atrás sin acabar de dar el paso. Suspiró y terminó de abrir la oquedad. Un manto de luz en forma de araña iluminó el interior de la cueva: Sobre el lecho rocoso sólo vio huesos, montones de huesos de un esqueleto putrefacto, asqueroso, muerto, sangre de la roca y alimento de los recovecos mojados.

Aquella mañana derramó más lágrimas que el mar pudo engullir, y, aunque años después, la vida no le fue todo lo bien que ansió cuando niña; al menos, es cierto que jamás volvió a llorar por Gabriel.

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